sábado

Decimos ahora: entonces vivíamos, y se abre en el espacio circundante del pensamiento un equipaje dispuesto a ser preparado para el viaje.
Cuando nos preguntamos por qué aquel tiempo se nos aparece ahí,único e interminable, nos es difícil hallar el tono sobrio que es el único apto para describir los fenómenos raros  a los que la vida nos expone. Muchas veces, cuando hablamos de aquel tiempo, parece que lo hubiéramos tenido en la palma de la mano. Y la verdad, es que él nos tenia a nosotros en la palma de su mano. Y hacía con nosotros lo que quería.
 
Ahora que ya está clara la transitoriedad del milagro, que se ha desvanecido la magia que nos mantenía unidos con vida - una frase, una formula, una ciencia  que nos unía y cuya desaparición nos convirtió en seres individuales  que pueden optar entre quedarse o marchar- hoy, parece que no conocemos nostalgia mas fuerte que la de mantener vivos en nosotros los días y las noches de aquel tiempo. 
¿Y qué vemos cuando cerramos lo ojos? Unas figuras tumbadas sobre un suelo de colores vivos y, encima, la bóveda de un cielo sin nubes, azul intenso, dorado por el atardecer y, finalmente, negro y cuajado de estrellas.
¡Ahora! Nos gritan esas cosas. Es como un grito de ánimo que nos llega al alma: ¡Ahora! ¡Ahora!
Así nos gritaban esas cosas, pidiendo redención.
Nosotros debíamos ser nosotros con la misma seriedad con que ellas debían ser ellas. Podría resultar hasta sobrecogedor, si.
 
Traer a la mente un prado, y en el medio, un árbol, a los últimos de mayo. Un árbol con su delirante profusión de flores.  El árbol que grabamos en la retina, y cuya imagen no podrá ser sustituida por la de ningún otro.   
O los dos robles que entrelazaban sus ramas, uno de los cuales, el de la derecha (el femenino) también aquel año verdeó una o dos semanas después que el otro (el  masculino -proceso que bien podría considerarse simbólico-).
Ni el cielo, mas ineluctable con su azul avasallador. Y las estrellas de la última noche ¿viste cómo brillaban? ¿Viste cómo el lucero de la tarde crecía y crecía cuanto más lo mirabas? ¿No te parecía que tiraba de vos? Preguntas así...
Pero las estrellas estaban arriba, y yo estaba abajo, a una distancia sideral. Y si algo tiraba de mi, no era ansias de estrellas.
¿No te das cuenta de que todo está tenso como si fuera a estallar?
 
Ocurría pensar que un día la bóveda celeste se desgarraría y el frió del espacio nos inundaría. O que la tierra reventaría por efecto del calor  y se abriría a nuestros pies mostrando su núcleo incandescente.
O que esta luz, y este fuego y este centelleo excedería de la medida que puede soportar  nuestro cuerpo humano ¿No te das cuenta de cómo te disolves?
 
No, uno se mantenía firme, conservaba su individualidad. Eso, más que habilidad era una incapacidad disfrazada de habilidad. La incapacidad innata para la entrega.
¿No te da miedo pensar en el ruido que hará la cúpula celeste cuando alguien choque contra ella? A mediodía ¿No te parece que está a punto de sonar ese ruido y que nos romperá los tímpanos?
Así un día y otro.
 
Nosotros no sabíamos nada, no habían señales. Cada uno buscaba la compañía de los demás con los pretextos mas convencionales. Pero en realidad, había de llegar una soledad contra la cual queríamos acumular una reserva de compañía. 
¿Quien es el que puede mantenerse siempre en el lado de día de la Tierra? Cómo puede uno renunciar a regresar, por lo menos en espíritu a los lugares que, ahora opacos, en otro tiempo fueron capaces de tejer ese material evanescente al que se da le nombre burdo y vergonzante de felicidad. 
Tiene uno que ceder a la tentación, pero ¿se puede?
Volver a recorrer aquellas tierras. Tender aquel cielo. Seguir los movimientos de aquellas figuras reunidas por casualidad como un niño sigue con el dedo las lineas de un laberinto sin hallar la salida. Volver a preparar los asientos para volver a sentarnos, en lo posible.

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